Desde que Hamás ganó las elecciones en enero, Israel somete a los palestinos
a un maltrato continuo. Sin embargo, la comunidad internacional, centrada en
otros focos, como Líbano e Irak, muestra una pasividad hiriente. En Gaza, la
violación de derechos humanos está llegando al límite
JUAN MIGUEL MUÑOZ
EL PAIS SEMANAL - 19-11-2006
Desafío a cualquiera a venir a Gaza y a no estremecerse. Las condiciones son una afrenta a los valores civilizados. Es asombroso que unos pocos kilómetros más al norte haya prosperidad y aquí encontremos una miseria que rivaliza con la que pueda darse en cualquier otro punto del planeta". La afirmación corresponde al judío británico David Mellor, vicesecretario del Foreign Office, y habría que acudir a las hemerotecas para encontrarla.
Aludía el político al tremendo contraste entre la pobreza del territorio palestino y la riqueza israelí días después de que estallara la primera Intifada, en diciembre de 1987. El poderoso Ejército hebreo mataba entonces a jóvenes y niños que lanzaban pedradas a los soldados. Desde que explotó la segunda revuelta, en septiembre de 2000, asesina a hombres armados y a transeúntes que tienen la mala fortuna de pasar junto a un miliciano. Una coincidencia casi imposible de evitar en la franja, donde si algo abunda son los fusiles y la munición. A los palestinos que consumen sus días en Gaza les parece que este pedazo de tierra, hoy sin apenas árboles, era el paraíso en la época a la que se refería Mellor.
Siempre se han sentido engañados por el mundo. Pero la frustración y la desesperación alcanzan estos días cotas desconocidas. Sufren un bloqueo económico que ha convertido Gaza, pese a que la hospitalidad de los lugareños con el extranjero nunca desaparece, en un lugar muy desagradable.
El dirigible de las Fuerzas Armadas israelíes, siempre vigilante, se mantiene suspendido sobre la vertical de Erez, el cruce fronterizo a las puertas de Gaza del que parte, hacia el mar y tierra adentro, un muro de cemento. Nada más franquear el lúgubre corredor de 600 metros que da entrada a la franja se divisan los tanques sobre las lomas arenosas donde 15 meses atrás se alzaban tres colonias judías. Cientos de blindados rodean el pequeño territorio (367 kilómetros cuadrados) desde hace cinco meses.
Invaden casi a diario por el sur y por el norte. Desde el 25 de junio, fecha en que Hamás capturó a un soldado israelí, y hasta el 1 de noviembre, los uniformados han matado a más de un centenar de militantes y a dos centenares de civiles, decenas de ellos mujeres y niños. Se retiran a las pocas horas, pero no tardan en volver a la carga. Buques de la marina patrullan y disparan con frecuencia a los barcos pesqueros que se atreven a faenar más allá de las pocas millas autorizadas. Los cazabombarderos y los helicópteros Apache sobrevuelan Gaza; el zumbido amenazador de los aviones no tripulados se siente a menudo. Los alimentos llegan cuando el Gobierno israelí lo estima oportuno. Así cada día. La sensación de asedio es agobiante. Gaza es un gueto que dispone de un aeropuerto que Israel no deja funcionar, y carece de un puerto marítimo que Israel impide construir. Completamente aislado, pese a que los países árabes -"esos traidores", a juicio de tantos-, los europeos, Estados Unidos e Israel no le quitan el ojo, a la espera del colapso del Gobierno de Hamás.
Siempre se topa uno con novedades, aunque no pueda hablarse de sorpresas. Siempre hay algún edificio que estaba en pie en la última visita y que aparece ahora derruido por las bombas israelíes. A mediados de octubre le tocó el turno a las naves industriales lindantes con la frontera, demasiado cercanas a ésta para que los milicianos lancen desde ahí sus cohetes caseros. Es sólo un ejemplo de una destrucción gratuita, sin sentido. En este caso lo decidieron los militares sobre el terreno sin contar con la aprobación del Ejecutivo de Ehud Olmert. El Gobierno turco canceló una visita oficial a Israel por el destrozo de estas fábricas y Washington también se quejó. Unas protestas formales que no causan efecto alguno.
Israel siente que goza de impunidad absoluta. En los 10 kilómetros que conducen hacia la ciudad de Gaza, los socavones en las carreteras y los puentes hundidos fuerzan cambios de ruta. En los márgenes de la vía, camiones despanzurrados, talleres con columnas quebradas que dan la impresión de que pueden venirse abajo en cualquier momento con los mecánicos dentro, chatarra por todas partes, basura, muy escaso tráfico, edificios desconchados. "La vida en Gaza es una mierda", resume Munir, uno de los taxistas siempre pendientes de la llegada de los foráneos.
El lunes 23 de octubre comenzó la festividad de Eid el Fitr, tres días al término del mes sagrado de Ramadán que los musulmanes emplean para reunirse con sus familiares. Algunos restaurantes de la ciudad de Gaza están a rebosar, y las niñas bailan melodías encaramadas a las mesas. Los padres observan a sus hijas y aplauden. Sin excesivo entusiasmo. En Beit Hanun -en el extremo noreste de la franja, y lugar predilecto para los milicianos que lanzan los cohetes contra Israel- no fue una fecha para el jolgorio. "Los militares israelíes entraron y dispararon contra los depósitos de agua en el tejado", comenta Ibrahim Hamed, profesor universitario. Ibrahim muestra la silicona que ha adherido a los bidones para impedir las fugas de agua y señala desde la terraza la ubicación de los carros de combate, ya compañeros habituales. Vive con el miedo en el cuerpo: "Cuando escuchamos que llegan los blindados nos metemos en las habitaciones más seguras, las que tienen más paredes de por medio".
Enfrente de la espaciosa casa de Ibrahim y Amelia, su esposa española, nada queda del inmenso naranjal arrasado por los tanques no se sabe cuántas veces. Sólo se observan unos pocos edificios, uno de ellos derribado hasta los cimientos por las excavadoras israelíes. Pertenece a la familia Shimbari, mucho más desgraciada que la de Ibrahim y su esposa, que también han perdido a un sobrino que se asomó a una ventana de su casa para ver la enésima incursión de los blindados. El 1 de noviembre, un francotirador israelí le alcanzó certero. Aquel lunes 23 de octubre murieron siete miembros de la familia Shimbari. Los mataron en el naranjal. Ibrahim y Amelia vieron la matanza desde su vivienda. "Por las noches estamos acostumbrados a los ataques, pero esta vez fue a las diez de la mañana. La casa temblaba. Pude ver cómo cayó el primer muerto y cómo las mujeres empezaron a gritar. Retiraron unos metros el cadáver, y otro proyectil cayó en el mismo lugar donde fue alcanzado el primero de los Shimbari. Durante
una hora, los soldados apostados en una casa cazaron a otros seis. Jamás había sentido ese pánico".
Sorprende, sin embargo, la calma de los deudos y la naturalidad con que explican la matanza. Han visto demasiadas. "Se ceban con nosotros porque algunos miembros de nuestra familia están en la resistencia", dice Ali Shimbari bajo la carpa en la que los familiares de los fallecidos reciben las condolencias. "De los israelíes no podemos esperar nada y los árabes no existen. Antes confiábamos en países como Francia, Alemania, España. Ahora sólo contamos con Dios", añade Ali, que afirma pertenecer a Fatah, el partido laico palestino. Es la tendencia dominante. Los palestinos han mirado a derecha e izquierda, abajo, al frente y a su espalda. Han luchado en guerras contra el Estado de Israel; han rectificado y optado por el camino de la negociación; han comprobado que no les ha llevado a la meta deseada, que para ellos las resoluciones de Naciones Unidas que exigen el
fin de la ocupación, casi 40 años después, simplemente no se aplican. No han hallado el camino. Y ahora, cada vez más, miran al cielo y rezan a Alá.
Hombres que apenas escuchaban a los imanes, que no pisaban las mezquitas y
que incluso se emborrachaban de vez en cuando -hoy el alcohol está prohibido- se han convertido en devotos musulmanes. Los cadáveres son el pan nuestro de cada día en este territorio árido, invadido por la sensación de que no hay alternativa a una calamidad que no deja de agravarse, de que no hay manera de salir del pozo. Además, la penuria está desembocando en la indigencia de amplias capas de la población.
Lo saben los dirigentes de los países occidentales, que pretenden con el bloqueo derrocar el Gobierno islamista de Hamás elegido en las urnas en enero. Poco importa que las consecuencias las padezca la población civil. Y las hay dramáticas.
Huele mal. La basura se amontona en las calles, infinidad de ellas sin asfaltar. Una de las avenidas del barrio de Zeitun, en la ciudad de Gaza, es un auténtico vertedero. Apesta. Los críos juegan entre los desperdicios y rebuscan en las bolsas. "En los últimos meses, muchos niños están enfermando de neumonía y gastroenteritis por la mala nutrición; porque las casas están abarrotadas; porque la basura no se recoge, la compra de medicinas y de productos de limpieza se ha desplomado y la medicina preventiva es un auténtico lujo", cuenta Raed Sabbah, médico del hospital Mohamed A Durra. En otra pequeña clínica, la farmacéutica Shada Matar, siete años sin salir de Gaza, cuenta. "Muchos enfermos no tienen nada, les atendemos gratis. Una parte de nuestro trabajo es repartir leche a los niños. La gente se ha enterado y se acerca para llevarse algún cartón, pero no podemos satisfacer a todos y cada vez tenemos más altercados porque los nervios están a flor de piel. ¡Pero si casi todo el dinero que tenemos lo gastamos en combustible para los generadores!". Y es que la energía eléctrica escasea desde que la aviación israelí bombardeara la única central de Gaza a finales de junio.
Otro castigo colectivo más. Otro acto de barbarie que suscitó tímidas protestas de los países occidentales, pronto olvidadas.
En la misma clínica que Shada trabaja Heba Tuman, de 23 años, embarazada de
ocho meses y con un pequeño bulto en el pecho del que no puede operarse.
Nunca ha visitado otro país. "Sólo he ido a Jan Yunis", apunta esta mujer que se hace cargo de la administración del centro. Ríe a las primeras de cambio, aunque no tiene esperanza alguna en una mejoría de las condiciones de vida y de la situación política. Está deseando emigrar para siempre. Como han hecho 11.500 jóvenes con licenciaturas universitarias que han abandonado Gaza y Cisjordania en los últimos meses, desde que el embargo se ha recrudecido con todo su vigor. Son muchas las funcionarias que han pedido vacaciones sin sueldo. En primer lugar, porque el Gobierno en bancarrota sólo paga parte de sus bajos salarios (entre 300 y 400 euros), y porque así ahorran el dinero destinado a las guarderías.
El psiquiatra Fadel Ashur dibuja un panorama alarmante. "La gente sólo se preocupa de las necesidades biológicas. Cuando la situación se calme tendremos oleadas de pacientes. La incertidumbre y la ansiedad son los sentimientos predominantes, es un fenómeno masivo. Las personas se comunican menos que antes, y apenas hablan de política porque la división en la sociedad es enorme. Por primera vez detectamos un odio profundo entre las diversas facciones".
Es evidente que el embargo está afectando en mayor medida a los grupos sociales ligados al entorno del anterior Gobierno, dirigido por Fatah. Los empresarios vinculados a este partido pierden dinero a espuertas y cierran una empresa tras otra. La crisis del ya de por sí débil tejido industrial de los territorios palestinos es también de calado. Fuad al Samnah, presidente de la patronal de la industria metalúrgica, esboza la magnitud del desaguisado. "El embargo ha provocado una caída del 25% de la actividad industrial desde abril. Todos los proyectos han sido congelados. Y además, como el Gobierno no paga las deudas contraídas, que se elevan a 565 millones de euros, los industriales y comerciantes tampoco saldan sus deudas entre ellos", afirma Samnah. La quiebra de la cadena productiva ha provocado la fuga de 130 empresas a otros países árabes. "Desde los Acuerdos de París, firmados por la OLP y el Gobierno de Israel en 1995 para regular la actividad económica", prosigue el industrial, "hemos intentado fundar fábricas en Cisjordania y Gaza, pero 164 cerraron porque Israel las considera competencia para sus mpresarios e impide la entrada de las materias primas". En resumen, el sector industrial representaba el 19% del producto interior bruto palestino hace sólo siete meses. Ahora está en el 10%. "Todo lo que se haga", concluye, "será papel mojado mientras no dispongamos de una ventana al mundo". Pero el Ejecutivo israelí no permite la reapertura del aeropuerto de Rafah, financiado con fondos españoles y bombardeado por la aviación hebrea hace más de dos años. Las perspectivas son diferentes para los simpatizantes islamistas, que ignoran lo que es la prosperidad. "Hamás cuenta con una red económica independiente", detalla el psiquiatra Ashur, "puede continuar así por más tiempo. Pero su núcleo duro
sólo abarca al 20% de la población. Los demás prefieren estrellarse contra un muro. Necesitan un cambio, y las alternativas son el hambre o afrontar la violencia". Las milicias de Fatah, rivales encarnizados de Hamás, se han sumado al caos organizando huelgas a punta de pistola.
A pesar del catastrófico panorama, la ingeniera Enas Nashuan, de 31 años, regresó el 16 de julio desde Nueva Haven (Estados Unidos), donde cursó
durante año y medio un posgrado en ingeniería medioambiental. Ahora observa el deterioro con impotencia. Trabaja en el Ministerio de Industria y es la responsable de los análisis químicos. "Hay una gran diferencia entre la Gaza de 2004 y la de 2006. Siempre hubo algo de contaminación, pero ahora la situación es pésima porque la gestión de residuos sólidos, que era aceptable, se ha convertido en nefasta. También la contaminación del aire se ha agravado por la quema de basuras y materiales tóxicos en las calles. No se pueden llevar los desperdicios al basurero porque está junto a la frontera y los soldados israelíes no permiten que se acerquen los camiones.
Como apenas hay electricidad, el tratamiento de aguas residuales se ha limitado. Se bombean las aguas negras al mar, y en su recorrido se filtra a los acuíferos".
En el mismo laboratorio que Enas está empleada -aunque más bien ociosa, como
la inmensa mayoría de los funcionarios- Gada Hassuna. "Los productos que vienen de Israel y los que se fabrican en Gaza deben ser analizados antes de salir al mercado. Pero como no permiten la entrada de mercancías, no tenemos trabajo. Tampoco se analiza la producción local, porque depende completamente del abastecimiento de materias primas del exterior", señala Gada. E Israel guarda la llave. Según precisa Mohamed el Bakri, director de un sindicato agrícola, la situación es perversa: "Los productos que ves hoy en los mercados son israelíes. No dejan pasar aceite o harina si antes no entran los artículos de sus empresas. Han cerrado las terminales de carga durante la temporada de la cosecha de fresas, y los campesinos, al año siguiente, no cultivan porque no ven salida a su fruta. Por eso las que hay están a precio de saldo. Lo mismo sucede con las flores. En los últimos seis años, los tanques israelíes han arrasado un tercio de las tierras cultivables, y otra tercera parte no se puede sembrar porque linda con la
frontera. Ésta es la política de la ocupación. Es sencillo: cuando destruyen una fábrica en Gaza, las factorías del otro lado producen más para reemplazar lo destruido aquí".
Las tiendas están vacías. El abastecimiento es una suerte de lotería que depende de cualquier circunstancia menos de las necesidades del mercado. O al menos de las urgencias del mercado palestino. Sólo hace un par de semanas no había forma de encontrar cerillas, y algunos de los artilugios en boga son los móviles o los mecheros que tienen incorporada una pequeña linterna. Sólo hay colas en las oficinas de Western Union. Maruan al Barasi, el director de la principal sucursal de Gaza, asegura que trabajan como nunca: "Desde que se impuso el bloqueo han aumentado un 30% las remesas que llegan del exterior. Recibimos más de 60 millones de euros al año. Y aunque la población es menor, las transferencias son más cuantiosas a Gaza que a Cisjordania porque aquí la situación económica es lamentable".
Pero los dólares de la diáspora suponen un alivio nimio. Hasta en los detalles que parecen menos trascendentes, el fastidio es permanente. Conducir por las noches es peligroso sin semáforos, los socavones en el asfalto rebosan agua tras las primeras lluvias del otoño. Han de adaptar los horarios de comida a la disponibilidad de energía. Las repentinas y bruscas llegadas de electricidad rompen los ordenadores. La lista de contratiempos desde que los israelíes bombardearan la central eléctrica es interminable.
Gran parte de la población vive de la ayuda humanitaria que reparte la Agencia de Naciones Unidas para la Ayuda de los Refugiados. Unos cupones para los cientos de miles de los más desfavorecidos, que casi han olvidado el sabor de la carne y de muchas frutas. Están a la venta, sí, pero a unos precios prohibitivos. Hay demasiada gente que deambula por los mercados sin comprar nada. Demasiados que sólo andan a la búsqueda de pan. Y aunque la carestía causa estragos, los palestinos más ilustrados se dicen hartos de la ayuda humanitaria. "La ayuda internacional, también la de los europeos, es pura hipocresía. El dinero que nos dan sirve para que compremos productos. ¿A quién? A Israel. Los fondos llegan aquí y terminan allí. Es una falta de respeto. La mayoría de los proyectos productivos se ha congelado en los últimos meses. Solamente hay ayuda alimentaria y de emergencia, como si aquí hubiera terremotos. Lo que necesitamos es respaldo político para que Israel cumpla sus obligaciones y abandone los territorios ocupados", sostiene Mohamed el Bakri.
En el cada vez menos activo mundo de las ONG se roza el absurdo. Said al Maqadma, director del Centro Palestino para la Democracia y la Resolución de Conflictos, ahora recauda fondos para una granja de ganado vacuno y está
embarcado en proyectos para la protección de la infancia patrocinados por Unicef; los proyectos ya en marcha se han paralizado en muchos ayuntamientos
porque están gobernados por Hamás. Ya regían los islamistas muchos consistorios cuando fueron aprobados sin problemas políticos los planes, pero su triunfo en las legislativas de enero no fue aceptado por los donantes, léase la Unión Europea y Estados Unidos.
"Como Beit Hanun tiene alcalde de Hamás, se han negado a tratar con el Ayuntamiento para instalar contenedores de basura y mobiliario, y le han concedido el proyecto a un club deportivo", sonríe Maqadma. "Es para volverse locos. Nos presionan para que cortemos toda relación con los miembros de Hamás. ¿Cómo vamos a organizar una conferencia sobre democracia? Estamos en la época más deprimente que yo he vivido en Gaza", apunta Maqadma, quien a sus 46 años lleva tres sin poder viajar a ningún lado y 16 sin pisar Cisjordania. Porque los impedimentos para viajar entre los dos territorios palestinos son, salvo contadísimas excepciones, insalvables. El primer ministro, residente en Gaza, y el viceprimer ministro, natural de Nablus, no han podido reunirse.
Gada Hassuna lleva ya 10 años sin poder salir de la franja. Por una simple razón: el Gobierno israelí conserva la competencia sobre la expedición de los carnés de identidad, una más de las innumerables concesiones que hizo el fallecido ex presidente Yasir Arafat después de los Acuerdos de Oslo, en 1993. Y a Gada, soltera, no se lo otorgan. Así que sólo puede esperar las visitas de sus padres, que emigraron a Kuwait en 1963 y allí siguen. ¿Es cuestión de seguridad o de destrozar vínculos familiares, sociales y económicos?
"Tanto los amigos de Israel como sus enemigos se han asombrado y afligido ante la respuesta de Israel a los disturbios", aseveró una vez el portavoz del Partido Laborista británico, Gerald Kaufman. Como Mellor, también judío, lo dijo hace dos décadas. Pocos se afligen hoy mientras Gaza se pudre.