MARIO VARGAS LLOSA
Si pasa usted por New York, olvídese de los suntuosos musicales de Broadway y trate de conseguir una entrada en un pequeño teatro cálido y desvencijado, el Minetta Lane Theatre, en la calle del mismo nombre, en la frontera entre Greenwich Village y Soho. Si la consigue y ve la obra que allí se presenta, My Name is Rachel Corrie, descubrirá lo estremecedor que puede ser un espectáculo teatral cuando hunde sus raíces en una problemática de actualidad y, sin prejuicios y con talento y verdad, representa en un escenario una historia que, por noventa minutos, nos instala en el horror contemporáneo a través de una muchacha que, en su corta existencia, jamás pudo soñar que daría tanto que hablar, despertaría tantas polémicas y sería objeto de tanta reverencia y amor, así como de tantas calumnias.
La obra se estrenó el año pasado, en el Royal Court Theatre, en Londres y debió vencer grandes obstáculos para llegar a Manhattan. Las presiones de organizaciones extremistas proisraelíes consiguieron que su primer productor, el New York Theater Workshop, desistiera de montarla, lo que provocó manifiestos y protestas en los que participaron artistas e intelectuales de renombre, entre ellos Tony Kushner. Al fin, el espíritu liberal y tolerante de esta ciudad se impuso y ahora la obra, que ha merecido excelentes reseñas, funciona a sala llena. El texto es un monólogo de la protagonista, encarnada en una joven actriz de mucho talento, Megan Dodds, elaborado por Alan Rickman y Katharine Viner a partir de los diarios, cartas a sus padres y amigos y otros escritos personales de Rachel Corrie. Nadie diría que una obra tan bien estructurada y que fluye de manera tan natural, sin el menor tropiezo, en la electrizante hora y media que dura, no fue concebida como un texto orgánico, por un dramaturgo profesional, sino hecha sólo de citas y remiendos.
Rachel nació en Olympia, un pueblo del Estado de Washington, y, por lo visto, desde niña se acostumbró a dialogar consigo misma, a través de la escritura, en unos textos que muestran, de manera muy fresca y a ratos risueña, la provinciana vida de una muchacha que llega a la adolescencia, como tantas otras de su generación en los Estados Unidos, llena de desasosiego y confusión, presa de una rebeldía sin norte, un estado de ánimo profundamente insatisfecho, contra su vida privilegiada y el horizonte estrecho, pueblerino, en que discurre. Alienta la vaga intención de ser más tarde, poeta, cuando crezca y se sienta capaz de emular a esos autores cuyos versos lee sin tregua y memoriza. No hay en ella nada excepcional, más bien las experiencias previsibles en una jovencita de clase media, normal y corriente, desconcertada ante el mundo que va descubriendo, sus entusiasmos con las canciones y los cantantes de moda, los efímeros coqueteos con los compañeros de estudios, y, eso sí, constante, una insatisfacción informulada, la búsqueda de algo que, como la religión para los creyentes -ella lo es sólo a medias y en todo caso la práctica religiosa no colma ese vacío que a veces la atormenta-, de pronto dé a su vida una orientación, un sentido, algo que la impregne de entusiasmo.
Esta parte de la historia de Rachel Corrie no es menos intensa ni interesante que la segunda, aunque sea menos dramática. Lo singular, dada la evolución de su historia personal, es que entre todas las inquietudes de que dan testimonios sus escritos privados, la que no figura ni por asomo es la política, algo que refleja muy bien una condición generacional. Hace treinta años, los jóvenes norteamericanos canalizaban su rebeldía y su inquietud en comportamientos, atuendos, aficiones, gestos, todo aquello nimbado en algunos casos de un discreto anarquismo individualista, o, en el otro extremo, de una militancia religiosa, pero la política solía merecerles la indiferencia más total, cuando no el más abierto desprecio. En la obra, tal vez porque este momento crítico de su existencia no quedó documentado en sus escritos, hay un gran paréntesis, aquel periodo que lleva a la jovencita provinciana que aspira a ser algún día poeta, a dar un paso tan audaz como ofrecerse, a comienzos del año 2003, como voluntaria para ir a luchar pacíficamente a la Franja de Gaza contra la demolición, por el Ejército de Israel, de las casas de vecinos emparentados o relacionados con los palestinos acusados de terrorismo.
En el primer momento pensé que Rachel Corrie había ido a trabajar con mi amigo Meir Margalit, uno de los israelíes que más admiro, en su "Comité de Israel contra la demolición de casas", sobre quien he hablado ya en esta columna. Pero, no, Rachel se inscribió en el Movimiento Internacional de Solidaridad, conformado sobre todo por jóvenes británicos, estadounidenses y canadienses, que, en los territorios ocupados, yéndose a vivir en las viviendas amenazadas, tratan de impedir -sin mucho éxito, ni qué decirlo- una acción moral y jurídicamente inaceptable, pues parte del supuesto de una culpa colectiva, de una población civil que debe ser castigada en su conjunto por los crímenes de individuos aislados.
Las cartas que Rachel escribe a padres y amigos desde Rafah, en el Sur de Gaza, revelan una progresiva toma de conciencia de una joven que descubre, compartiéndola, la miseria, el desamparo, el hambre y la sed de una humanidad sin esperanza, arrinconada en viviendas precarias, amenazada de balaceras, de redadas, de expulsión, donde la muerte inminente es la única certidumbre para niños y viejos. Rachel, aunque duerme en el suelo como las familias palestinas que la acogen, y se alimenta con las mismas magras raciones, se avergüenza de los cuidados y cariño que recibe, de lo privilegiada que sigue siendo pues en cualquier momento ella podrá marcharse y salir de esa asfixia, y, en cambio, ellos... Lo que más la aflige es la indiferencia, la inconsciencia de tantos millones de seres humanos, en el mundo entero, que no hacen nada, que ni quieren enterarse de la suerte ignominiosa de este pueblo en el que ella está ahora inmersa.
Era una joven idealista y pura, vacunada contra la ideología y el odio que ella suele engendrar, por la limpieza de sus sentimientos y su generosidad, que se vierten en cada línea de las cartas que dirige a su madre, explicándole cómo, a pesar del sufrimiento que ve a su alrededor -los niños que mueren en las incursiones israelíes, los pozos de agua cegados que dejan en la sed a manzanas enteras, la prohibición de salir a trabajar que va hundiendo en la muerte lenta a miles de personas, el pánico nocturno con las sirenas de los tanques o los vuelos rasantes de los helicópteros- hay de pronto, a su alrededor, en la celebración de un nacimiento, o una boda, o un cumpleaños, un estallido de alegría, que es como un abrirse un cielo de tormenta para que se divise allá, lejísimos, un cielo azul esplendoroso, lleno de sol.
Para cualquier persona no cegada por el fanatismo, el testimonio de Rachel Corrie sobre una de las más grandes injusticias de la historia moderna -la condición de los hombres y mujeres en los campos de refugiados palestinos donde la vida es una pura agonía- es, al mismo tiempo que sobrecogedor, un testimonio de humanidad y de compasión que llega al alma (o como se llame ese residuo de decencia que todos albergamos). Para quienes hemos visto de cerca ese horror, la voz de Rachel Corrie es un cuchillo que nos abre una llaga y la remueve.
El final de la historia ocurre fuera de la obra, con un episodio sobre el que Rachel no tuvo tiempo de testimoniar. El domingo 16 de marzo de 2003, con siete compañeros del Movimiento Internacional de Solidaridad -jóvenes británicos y estadounidenses- Rachel se plantó ante un bulldozer del Ejército israelí que se disponía a derribar la casa de un médico palestino de Rafah. El bulldozer la arrolló, destrozándole el cráneo, las piernas y todos los huesos de la columna. Murió en el taxi que la llevaba al hospital de Rafah. Tenía 23 años.
En la última carta a su madre, Rachel Corrie le había escrito: "Esto tiene que terminar. Tenemos que abandonar todo lo otro y dedicar nuestras vidas a conseguir que esto se termine. No creo que haya nada más urgente. Yo quiero poder bailar, tener amigos y enamorados, y dibujar historietas para mis compañeros. Pero, antes, quiero que esto se termine. Lo que siento se llama incredulidad y horror. Decepción. Me deprime pensar que esta es la realidad básica de nuestro mundo y que, de hecho, todos participamos en lo que ocurre. No fue esto lo que yo quería cuando me trajeron a esta vida. No es esto lo que esperaba la gente de aquí cuando vinieron al mundo. Este no es el mundo en que tú y mi papi querían que yo viviera cuando decidieron tenerme".
OPINION- El Pais, 5 de Noviembre, 2006