Hace poco más de una década nadie podía imaginar el cambio radical que la irrupción de internet tendría en nuestras vidas. Aquel invento, desarrollado fundamentalmente por grupos de jóvenes en el Valle del Silicio, apareció en un principio como una especie de alternativa al teléfono, como un nuevo medio de comunicación interpersonal que habría miles de puertas y parecía no cerrar ninguna. La cosa viene de lejos, era el comienzo de la revolución tecnológica más importante de cuantas han acaecido.
A mediados de los cincuenta se instalaron en el Valle del Silicio, muy cerca de San Francisco, una serie de institutos de investigación y pequeñas empresas dedicadas a indagar sobre las posibilidades de futuro de los microconductores de sílice. De aquella aventura que pretendía, en principio, innovar el mundo de la radio y la televisión, nacieron los ordenadores que hoy conocemos y poco más tarde ese maravilloso mundo que pone a nuestra disposición internet. Hoy el Valle del Sílice es uno de los territorios más ricos del mundo, el lugar dónde nacieron y tienen su sede la mayoría de las empresas que negocian en el sector de las nuevas tecnologías, desde pecés, hasta móviles, sistemas operativos, gepe-eses y exploradores de cualquier tipo. Finlandia y Suecia han lograron sumarse a ese tren que corre a la velocidad de la luz mediante programas educativos muy específicos, lo mismo ha ocurrido con China y algunos países del Sureste asiático, pero el resto del mundo sigue estando, en términos generales, a su merced.
Siendo grave esa dependencia casi monopolística en la que se mueven la mayoría de los países del mundo respecto a los suministradores de nuevas tecnologías de la comunicación, aparece en el horizonte otra amenaza muchísimo más peligrosa que intentaremos escenificar del modo más sencillo y sucinto. Hasta hace unos años –el capitalismo, cuando le conviene, se mueve lento pero seguro-, las grandes corporaciones mundiales no habían visto las tremendas posibilidades que les ofrecía internet para maximizar beneficios y aumentar la explotación del hombre por el hombre. Creían que sería un medio de comunicación más y que los mayores ingresos que podría deparar vendrían dados por la publicidad. Hoy, con la crisis que los druidas neoconservadores nos han metido en casa, han descubierto la inmensa utilidad que internet ha puesto en sus garras despiadadas para acometer la mayor revolución capitalista de la historia, mucho mayor que la que ocasionó la economía fabril, la irrupción del ferrocarril o el automóvil. Hace unos días acudí a una sucursal bancaria en la que trabajaba un jefecillo y un empleado –hace un año había seis trabajadores-, para hacer un ingreso a una cuenta de la propia entidad. El empleado, visiblemente mosqueado porque los papeles por cumplimentar le llegaban a la coronilla, atendió con rapidez mi solicitud. A los pocos minutos, interrumpió el proceso para comunicarme que ese día no se podían hacer determinados ingresos entre los que estaba el mío. -¿Cómo? –le digo- si vengo a pagar y en las horas que ustedes indican; -Ya, pero la Central nos ha dejado bajo mínimos y ahora ordena que los pagos como el suyo se hagan los martes y jueves de 8,30 a 10,30 en caja o bien en el cajero automático o por internet cuando usted guste. Le dije que no me lo podía creer, que iba a hacer un pago como tantas otras veces había hecho. El empleado, asintiendo, me contestó que él tampoco lo entendía pero que ahora mismo estaba mucho más preocupado, viendo por dónde marchaban las cosas, por saber si dentro de dos meses tendría trabajo o lo habrían echado a la calle por el "puto internet".
Regreso a casa. Abro el buzón y me encuentro una carta de una conocida multinacional de la alimentación en la que se me conmina a utilizar internet para hacer mis compras, ofreciéndome todo tipo de garantías y un descuento de un tanto por ciento sí utilizo el servicio. Abro el ordenador y trato de contratar un vuelo a una capital europea. Todo correcto, menos un error que trato de corregir en línea. No lo consigo. Busco un teléfono para hablar con una persona. No hay personas. Salta la voz de un robot, una y otra vez, recomendándome utilice los servicios en línea o que, en última instancia llame a un número que empieza por 807 y que puede estragar mi mermada economía familiar durante los meses venideros. No hay nadie en el banco, no hay nadie en la compañía aérea, no hay casi nadie en el supermercado, no hay trabajadores en las gasolineras “sírvaseustedmismo”, no hay nadie en las compañías telefónicas salvo operadores ínfimamente pagados que te asedian a llamadas para que cambies de una compañía a otra exactamente igual. ¿Qué está pasando? ¿En qué macabro juego estamos colaborando?
La mayoría de los mortales hemos visto muy bien como determinados vuelos bajaban de precio en los últimos años gracias a las reservas que se hacían por internet. Aparentemente no pasaba nada, pero ya lo creo que pasaba, esas compañías de bajo costo apenas tienen empleados ni personas a las que puedas presentar una queja ante cualquier contratiempo o incumplimiento. Nosotros, muy felices, volamos por cuatro euros allá dónde nos apetece, pero miles de personas han sido despedidas, expulsadas del mercado laboral. Lo mismo ocurre con los bancos –no hay más que pasarse por la oficina más próxima para comprobarlo-, igual con las empresas de telefonía y así sucesivamente hasta que logren que todo se venda por la red a través de las imágenes y recomendaciones que nos den. De tal manera que de seguir a sí las cosas, aquel movimiento sin sentido que dejó vacíos los centros de las ciudades de pequeños comercios y rodeó la periferia de grandes centros comerciales en todo el planeta, no tendrá sentido alguno, pues esos grandes centros no serán sostenibles y habrán de ser sustituidos por enormes almacenes herméticos y por repartidores, arrojando al paro a cientos de miles de trabajadores. El mismo sistema es aplicable a casi todos los sectores productivos y por tanto puede ocasionar una hecatombe socio-laboral, con nuestra imprescindible colaboración desde nuestros terminales caseros, hasta ahora desconocida, un desastre de tal magnitud que deje en mantillas a la actual crisis en la que hace unos años nos metieron la gentuza de la ingeniería contable que domina el mundo gracias a la pérdida del sentimiento de clase de los ciudadanos amorfos de los países dónde alguna vez existió, al incremento exponencial de la estupidez humana plasmada en el rechazo al conocimiento humanístico, en la avidez de dinero y en el consumismo imbécil y suicida.
Pedro L. Angosto
Rebelión
Se pueden contraponer muchos argumentos a lo dicho. Sin duda, el más fuerte es quién tendría capacidad de compra con unas tasas de paro del 40% a escala planetaria. Importa bien poco a los buitres carroñeros, siempre quedaría un 20 ó un 30% de la población para comerse lo de todos. Internet es hoy la mayor fuente de información y conocimiento que poseemos los humanos. Hasta hoy ese instrumento ha servido para que cada cual se informe y se cultive al margen de las grandes corporaciones mediáticas, como ocurre con este medio para el que escribo. Aunque hay señales que avisan de que quieren poner puertas al ciberespacio, creo que no lo conseguirán. Lo que si estoy seguro es que de continuar la tendencia actual, dentro de muy pocos años el paro de millones de personas será endémico con nuestra colaboración, de que los trabajadores llegarán a pagar por entrar en el restringido club de los que tienen trabajo y cobran, de que las grandes transnacionales de la distribución y la venta extorsionarán –como ya hacen, pero mucho más- a los pequeños agricultores, ganaderos y empresarios imponiéndoles desde su situación cuasi monopolística precios que les lleven a la ruina, de que caminamos, inexorablemente sino decimos basta ya poniendo toda la carne en el asador, hacia un nuevo modo de producción esclavista.
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